Primeros cantos de Reposo del silencio
Por: Alejandra Atala
Es un gran gusto compartir con ustedes, en este Kairós, los Cantos iniciales de uno de mis libros de poesía intitulado Reposo del Silencio[1], ya que el tema central del citado poemario es María Magdalena, discípula ejemplar y amiga de Jesús, figura fundamental del linaje de las sulamitas, nombrado así por la que suscribe y que tiene que ver con una genealogía de mujeres escritoras, “amantes espirituales” -parafraseando al místico sufí Ibn Arabi (Murcia, 1165- Damasco, 1241)- con el que he venido trabajando desde hace tiempo.
Canto I
Ella ahí, la tersa piel desnuda; las rodillas hincadas sobre el
áspero tapiz del suelo; el cabello como el atardecer en el mar
de Galilea, ondulante preludio a la tragedia de su espalda lacerada
en estrías verticales.
La serenidad se aposentaba en su rostro sutilmente delineado
y cubierto, a modo de mantilla negra, por su cabello.
Asomado apenas, cabe su brazo, se advertía en promontorio
el edema de un pezón circuido de costras.
Aquel cuadro parecía una paráfrasis de la contradicción,
en donde la belleza, el ardor, la más profunda tristeza hacían
cónclave feliz a la plegaria y el llanto.
¿Quién podía ser esta mujer que rebasaba toda mortal
posibilidad de admiración, quién el hombre a su lado, apenas
visible, en la misma postura que ella, acompañándola?
Por la alta ventana del castillo, asomaron cuatro lunas
llenas, todas idénticos panderos de luz ambarina, esplendentes.
El frío revestía el interior de las habitaciones de piedra
edificadas, en toda la aldehuela… La neblina en jirones, barruntaba
caminos oníricos hacia las mustias colinas.
Su cuerpo se mostraba indiferente a ese hálito gélido.
En cambio, semejaba una llama en ardorosa introspección.
Las cicatrices de su espalda se coagulaban en la parte central,
dejando la piel erosionada, sembrada de fisuras en su
exterior.
Canto II
Si de tus manos se desprendiera el hálito vesperal,
en sombra mi alma se empañaría
por encontrar el sol de tus dedos
en mi mejilla.
Cálices de luz, tus manos, miel del atardecer que pende
en rayos que mojan, con su dulce sustancia,
mis labios.
Espesura que en mi cuello, en mi pecho, en mi vientre
palpita de trémula alegría,
tu roce.
Oh, periplo de trópicos y coníferas,
dardos de avispa; doloridos arco iris
en la niebla del mediodía,
voces, letanías misteriosas de la vida mía:
Es tan semejante, amor mío,
el amor a sí mismo
que basta verte para recordar
el azogue violento de este recorrido.
Tus labios colapsan el alma, la pasión la pluma
de esmaltes vencidos por la ciega punta
obstinada en la callada afición
de sus prístinas espinas.
Oh, presencia de luz, tus alas cobijan mi ceguera
y llenan con su esencia la estancia sahumada.
El silencio es la luz, la miel, la caricia que flagela,
da nombre, nombra con sus haces los rayos del deseo
en este callado incendio de voces
que en tu entraña da forma al misterio perfecto.
Silencio temido. Qué eres sino la voz original,
aquella que arde constante llama de inocencia
y se transforma, lentamente, en la risa cincelada
por el mazo de luz de los astros y las estrellas.
En tus manos el silencio es claridad,
clamor del salmo de tus dedos,
transparencia oculta por indolentes razonamientos
por Santo Tomás aplaudidos y con San Juan inmersos
en la noche oscura, más noche que ninguna
por tener en el alma la luz hallada… y la música
de la primera melodía.
Por qué guardas ese bien sólo para ti,
¿acaso crees que revistes de mutismo
tu mustia tristeza y tu insospechada alegría?
En este mundo vetusto
el silencio tórnase la divisa de la soledad,
urge tu alma por pagar el diezmo
y tu espíritu por hacerte entender
que voz y palabra son el Silencio del Buen Pastor,
porque mientras tú hablas, Él calla y siente,
con orgullo paternal, el cauce de preguntas que llegan a la luz,
salmodias de oxígeno para vivir.
En el silencio se estremecen
vírgenes en tu pensamiento.
Canto III
La mirada melancólica, el cuerpo revestido por un sayal oscuro,
Marta entraba y salía de la habitación. Sus añosas manos
portaban una charola de madera provista con aceitunas
negras y pan ácimo.
Después de varios intentos, salió con el alimento intocado
del recinto, en donde hacía días, permanecía inmóvil
su hermana.
* * *
María, camino a Magdala, iba dejando marcas solubles
a su paso. Una playa de polvo se dibujaba en el filo
de su túnica. Su andar era lento, la cerviz baja y amplia la
sonrisa cuando el ábrego alzaba su mantilla.
[1] Alejandra Atala, Reposo del silencio. Ed. Porrúa. México, 2008.