Meditaciones sobre la Resurrección
Por: Pbro. Daniel García Flores
Dios es Luz. Dios es Amor
(1 Jn 1, 5; 4, 8).
La resurrección es la gran obra de Dios. Toda la creación se ilumina con la Luz del Resucitado. ¡Cuidémosla! Jesús vence la muerte. ¡Amemos la vida! Nos llama a vivir en el tiempo con la inspiración de deseo eterno. A vivir el hoy de Dios...
Desde las moradas interiores del corazón podemos intuir la eternidad. Nadie será aniquilado. Cristo es la resurrección.
Pero, ¿qué es la eternidad? Nuestro ingreso en las inmensidades de Dios, sin condicionamientos ni limitaciones, sin contradicciones ni oscuridades. No es ciencia ficción, ni idealismo mitológico, ni fantasía irrealizable; más bien, es la promesa de Cristo: Vivir en Él. Esa vida que comienza acá y busca eternidad, supera nuestras expectativas; no obstante, en el amor comprometido podemos percibirla. En Cristo resucitado aprendemos a morir viviendo, la muerte cotidiana es sólo transitoria. En el Resucitado descubrimos la verdadera sabiduría de la vida. ¡Existes para cumplir una misión! Aunque pasemos por la tribulación, con Él hay luz en el camino. Esa luz es confianza y fortaleza, esperanza y alegría. Es la luz de la resurrección para enfrentar con poder las maldades de las tinieblas.
En fin, nuestra corporeidad, la cual nos da identidad única e irrepetible y, está en relación con el universo, con nuestro prójimo, con nosotros mismos, se dispone a su plenitud: La vida por siempre en Dios, Luz y Amor de eternidad, Inteligencia luminosa y amorosa. T. Xuan Thuan nos interpela de este modo: "La existencia del ser humano está inscrita en todas las leyes físicas que rigen el cosmos. El universo resulta tener muy exactamente las propiedades requeridas para engendrar un ser capaz de conciencia y de inteligencia. Frente a esta constatación son posibles dos cosas: o todo es azar, o el universo está gobernado por un Principio creador". No hay casualidades, no podemos ser indiferentes a la omnipotencia del Creador.
¡Aleluya, aleluya!
Pbro. Daniel García
San Miguel, Acapantzingo
Miren mis manos y mis pies: soy yo
(Lc 24, 39).
El resucitado es el mismo que nació, creció, trabajó, descansó, cumplió una misión, padeció y murió en la cruz. Por la resurrección, su humanidad ingresa en la vida gloriosa de Dios y nos descubre los horizontes del amor infinito en nuestra corporeidad.
Es verdad, nuestro cuerpo va cambiando, se deteriora, envejece. Sin embargo, la forma, lo que le hace ser en sí, permanece. La esencia corporal está impregnada de espiritualidad. Tú, no tienes un cuerpo, eres tu cuerpo. Un cuerpo viviente. Con la resurrección de Cristo se compendia toda tu existencia. Nos dice el teólogo O. Clément: "-En la vida eterna- tendremos todas nuestras edades al mismo tiempo".
Las cosmovisiones orientales refieren a las reencarnaciones como sucesiones en la rueda de las existencias, fruto de los pensamientos y actos de cada uno (de su karma), hacia una liberación última: la fusión con el universo, en el sí mismo universal. Suponer que el individuo transmigra de un ser a otro, pues posee una identidad estable, permanente, se evidencia una interpretación occidentalizada.
Para la vida cristiana nacida en el medio de la tierra (mediterráneo), el cuerpo no es un vestido para despojárselo en cierto momento y ponerse otro después; más bien, el cuerpo es templo del Espíritu (1 Cor 3,16), una existencia única que interactúa con el otro (nuestro prójimo), con la creación, consigo mismo y con Dios: el Creador-Abbá. El cuerpo es el alma y el alma es el cuerpo. En la resurrección todo se transparenta: "En el amor un alma conoce de forma inmediata a otra alma; no hay entre ellas un cuerpo que se interponga; el cuerpo es el alma... ¿Cómo nos va a separar eso mismo que somos? Lo que separa no es el cuerpo sino la mentira" (Claude Tresmontant). ¡Valórate en tu cuerpo viviente, ha de resucitar! Y, hemos de identificarnos... Cuídate sanamente, ora, labora, recréate, y si eres probado en tu cuerpo, que no sea por tus negligencias; sino por un proyecto de madurez espiritual. ¡Quien tenga oídos que oiga!
Pbro. Daniel García
San Miguel, Acapantzingo