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El Inventario, "Me Salvó..."

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Por: Marco Pineda

Miré delante de mí cómo una llanta cruzaba en mi carril rebasando al Volkswagen que conducía, justo cuando tomaba la curva, fue entonces que sentí que el auto se coleó como si patinara hacia el muro de contención de la autopista, repentinamente el auto se levantaba encima del muro de contención, giré el volante violentamente en mi ingenua lógica por controlar el auto o la situación, el auto bajó y después se elevó del otro lado, parecía que se repetía la misma escena, giré el volante al contrario varias veces. Me golpeé la cabeza en el toldo del auto, en otro instante en el marco de la puerta y demás golpes hasta que el auto se detuvo; quedé atrapado contra el muro sin poder salir, mi acompañante estaba paralizado sin habla, fue hasta que le grité y creo que le propiné un golpe en el rostro para reanimarlo y pudiese salir del auto. Le indiqué que hiciera señales para no provocar algún accidente mayor, pues estábamos en el carril de alta velocidad, sin la rueda trasera del lado izquierdo, la cual se había salido de su lugar completamente con todo su engranaje, fue así cómo ese atardecer en medio del bosque de la carretera México-Cuernavaca llegaba casi a su fin.

¡Casi a su fin!, en unos instantes, ¿cómo puede girar la vida?, ¿la existencia?, como si llegará a su fin, cuando pierdes todo control, atrapado, oprimido, cegado y llevado por la circunstancia, me acordé de Dios. Ese instante se volvió una pausa; se congeló, recorrí mi historia no como una película, sino como una fotografía de un collage donde podía ver plasmada toda mi historia, como si todo fuera presente en ese momento. ¡Recordé a Dios! Sin explicación, porque en aquellos días no lo conocía y mucho menos era asiduo a la religión, creo que ni rezaba… pero, Dios vino a mi mente (Mt 28,9) sin que fuera consciente de Él o que yo lo llamara si quiera. Algo envolvió ese momento: se encriptó, lo detuvo, en pausa me quedé. Lo primero que vino intensamente a mi mente, a mi memoria, desde muy adentro de mí, fue mi esposa y mi hijo de meses, Desde muy adentro de mí, del corazón, donde todo se guarda como en un gran almacén, como María Santísima (Lc 2,19) los recuerdos de su amadísimo hijo Jesús.

Miré a mi esposa esperándome hasta alta horas de la noche sola con el bebé, angustiada con desvelo cuando del trabajo salía con los amigos, mi indiferencia cuando no llegaba a comer por el trabajo, cuando ella preparaba la comida con tanto esmero, su celo por el cuidado del hogar, a nuestro hijo atendía con un cuidado tan sutil lleno de ternura y cariño, momentos que perdí no estando a su lado, algo salía de mi corazón, como si este fuera una gran baúl o más bien una habitación donde quedan olvidadas, almacenadas, cosas o situaciones, momentos que no queremos ver porque no van acorde a nuestra voluntad, a nuestros planes, donde solo figuro yo, sin pretender salvar lo que verdaderamente vale la pena en la vida (Mt 16,25) ya que la desperdiciamos, la perdemos o la cambiamos por lo exterior, por lo atractivo y tentador. ¿O será por cobardía?, ¿o necedad o cinismo? Creo que llegue hasta el cinismo.

Tan solo en un instante, ¡Dios llego a mi mente! Me salvó, me regaló una oportunidad para vivir nuevamente (Ef 2,8), como si ese instante, en donde mi vida no dependía de mis fuerzas, me reclamara, me rescatara de esa situación extrema, me arrancara de ese momento, me salvara de ese instante, me regresara, me devolviera (Jn 1,4), como si la acción de salvar la vida fuera prioridad, porque pude morir; sin embargo, aún no era el momento, pude vivir, tan simple como salir caminando del peligro (Lc 4,30).

Cuando llegué a casa me senté a un lado de mi esposa, “blanco y transparente”. Me dijo que así me veía, le comenté lo sucedido y hasta ese momento como una revelación, como si viera claramente después de estar en un cuarto oscuro, salía a la luz para verlo todo con claridad (Lc 18,40), comprendí que Él me salvó en el instante que vino a mi mente, justo en ese momento el auto se detuvo, el auto quedó ileso, tan sólo unos cuantos rasguños… Sorprendidos los que me ayudaron a mover el auto de la carretera, no se explicaron cómo no volcamos del otro lado de la carretera del sentido contrario.

Sentado en la sala en paz y en quietud me dije: “ Dios me salvó”, sin tomar en cuenta mi caos, me salvo (Sal 62,2), cuando mi vida estuvo a la deriva y perdía toda seguridad, me tomó en sus brazos en un instante (Jn 10,17-18), se cayó la venda de la indiferencia, comencé a ver (Jn 9,7) los detalles de amor que mi esposa tenía hacia mí y que yo no correspondía, los momentos que perdí no estando con mi pequeño hijo por el trabajo excesivo, la prioridad que daba a los amigos otorgándoles el poder de influir en mí. El querer ser reconocido era importante, una ceguera en la que estuve inmerso; sin embargo, el me dejó ver, sin conocerle si quiera.

“Dios salva”, ¡me salvó!, no tal solo del accidente o de que quedara marcado con alguna fractura o deficiencia física, sobre todo, Él rescató mi vida, la salvó (Is 35,10), salvó mi historia, la redimió. Dios me puso una semilla, semilla de amor, con su soplo, me sopló en el corazón, el Soplo de Dios que limpia, purifica la mancha, transforma la muerte en vida. La desolación que parece vida; pero vacía, es muerte porque la envuelve en el terreno de las pasiones (St 1,14), la que aleja del amor divino y misterioso, abandonando el tesoro y la perla (Mt 13,46) que incita a preparar la tierra para sembrar la semilla que muere para la vida, para dar fruto (Jn 12,24). Frutos de amor entorno a los retoños como del olivo (Sal 128,3), los retoños que inspiran, que transcienden para dar más vida, no por accidente, sino por misericordia, para que cuando el atardecer llegue al fin, podamos llevar los frutos cosechados, los frutos que hablan de como viví la vida. Mira retoños, mira espigas, mira trigo y mira pan… el pan del fruto de lo vivido, lo trabajado con amor, sin doblez, sin doble vida, ni caretas, sino con franqueza, con transparencia de corazón (Jn 1,47). “Dios salva”, pero salva para siempre, no por un instante, para toda la historia, te regala vida en abundancia (Jn 10,10) para que escribas todos los días, una historia nueva, creativa con el pincel del amor, porque su amor salva, salva de la tristeza, de la oscuridad, salva del abismo del vacío, del abandono. Salva de la indignidad, de la indiferencia, salva de la toxicidad de lo apetitoso, pero podrido por dentro, de lo que contamina, de lo que entristece el corazón, el alma. El Amor de Dios que salva la vida…

Señor, que cada minuto de mi existencia lo viva al máximo, para que por medio de tu infinito amor abrazador me envuelvas para desearte cada vez más, para sentirme en tus tiernos brazos que estoy a salvo y que nada me puede pasar, por que tan solo con un pensamiento de ti en mi mente, en mi vida, en mi corazón, das sentido verdadero a mi vida. Nada está perdido a tu lado porque en lo estéril del alma colocas un soplo de amor, haz que pruebe y vea lo bueno que eres Dios (Sal 34,9), Dios de amor (1 Jn 4,8). Señor, ven a mi historia, entra en ella y saca de las habitaciones de mi corazón las cosas almacenadas que han podrido lo mejor de mí, salva mi presente para que mañana sea la mejor versión de mí en ti.

Amén.

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