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Curso de Lectio Divina

Presentación

I. Breve Introducción a la Lectio Divina

1.1 Leer la Escritura y dejarse leer por ella

1.2 El lector-orante Jesús de Nazaret y sus primeros seguidores

1.3 El testimonio patrístico

1.4 La Lectio en breves datos históricos

1.5 La pro-puesta de América Latina

1.6 Lectio Divina y Ecumenismo

1.7 Libro del Espíritu de Dios – Libro del Hombre

I. Breve Introducción a la Lectio Divina
1.6 Lectio Divina y Ecumenismo [1]

Comencemos reconsiderando la oración de Jesús por la unidad de sus seguidores:

«Yo les he dado tu palabra y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos yo me santifico, para que ellos también sean santificados en la verdad. Mas no ruego sólo por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno. Como tú, oh Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno: yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfeccionados en unidad, para que el mundo sepa que tú me enviaste, y que los amaste tal como me has amado a mí. Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria, la gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo. Oh Padre justo, aunque el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste. Yo les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer, para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,14-26).

En las vísperas de su padecimiento, Jesús ruega al Padre por su nueva familia, quien ha sido convocada por su misma Palabra. Su oración suscita en nosotros el amor por la comunión eclesial de sus discípulos. Además, desde las pequeñas iglesias domésticas, como solía llamarlas s. Juan Crisóstomo, las familias prolongan el misterio de la Palabra celebrada en Iglesia; él mismo decía: “Regresen a casa y preparen dos mesas, una con los platos de comida, otra con los platos de la Sagrada Escritura: el marido repita lo que se ha dicho en la Iglesia…. Hagan de su casa una Iglesia” (Comentario sobre el Gn 6, 2).

 

Esta Iglesia es Una y Única, es la Iglesia de Cristo: comunidad de discípulos que continúan su proyecto del Reino. Son los discípulos del Señor quienes constituyen la familia de Jesús (cfr. Mc 3,35; Lc 8,21). Esta familia nace de la Palabra, se alimenta de ella, ora con ella, pues la Palabra hecha carne nutre la misión de los cristianos en el mundo. La Iglesia es inseparable de la Palabra, nace cuando la Palabra se encarna y se escucha en María. San León Magno (+461) en una de sus homilías de Navidad proclama: “El nacimiento de Cristo señala el origen del pueblo cristiano: el nacimiento de la Cabeza es el nacimiento del Cuerpo”. La comunidad cristiana tiene sus raíces en el misterio mismo de la Palabra hecha carne en María: la Madre del Señor. Es María la representación del pueblo escogido que recibe la Palabra, la escucha y la pone en práctica. María es la primera discípula de la Palabra; por ello, es el prototipo de la Iglesia. En ella encontramos el modelo propicio de Lectio Orante propuesto por el evangelio lucano:

 

  • Su lectura está abierta al proyecto de Dios: lee a Dios y se deja leer por él (cfr. Lc 1, 26-38).

  • Sabe meditar cuando cuestiona, interpreta y escucha la voluntad de Dios: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón» (1, 34).

  • Ora con su respuesta vocacional: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (1, 38a) y en su Magnificat recapitula una espiritualidad bíblica (cfr. 1, 46-55).

  • Contempla el misterio que se le va revelando: «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (2,51b).

  • Actúa con un servicio concreto, generoso, desinteresado (cfr. 1,39-45).

 

En María: modelo de la Iglesia, la Palabra se re-vela como confianza al saberse leída por Dios e intensamente amada en la propuesta que supera cualquier otra expectativa.

 

La Iglesia de los discípulos de Jesús que escuchan y practican su Palabra es una y única, porque ha sido congregada por la Palabra Una y Única. Sin embargo, desde muy temprana edad del cristianismo, se suscitaron dolorosas divisiones: la Iglesia de origen divino (querida por el Señor), pero de condición humana (integrada por seres limitados, imperfectos, pecadores) al organizarse como institución, suelen suscitarse desacuerdos, inconformidades, incomprensiones. San Pablo ya advierte de divisiones entre los primeros cristianos.

 

«Les ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos se pongan de acuerdo, y que no haya divisiones entre ustedes, sino que estén enteramente unidos en un mismo sentir y en un mismo parecer. Porque he sido informado acerca de ustedes, hermanos míos, por los de Cloé, que hay contiendas entre ustedes. Me refiero a que cada uno de ustedes dice: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por ustedes? ¿O fueron bautizados en el nombre de Pablo?» (1 Cor 1, 10-13).

 

Esta amonestación ha seguido hablando a lo largo de la historia eclesial: en la antigüedad varias iglesias orientales se desarrollaron sin comunión con la iglesia de Roma, a inicios del segundo milenio, la dolorosa separación de las iglesias ortodoxas, más tarde, la gran fractura occidental de la reforma protestante, que a su vez, se vio dispersada en diversas y variadas comunidades eclesiales; no podemos olvidar a Enrique VIII que ordena a Inglaterra separarse de la obediencia religiosa al papado romano. En fin, se implicaría un estudio detallado del origen y causas de tales separaciones. Pero, ¿por qué tratarlo en una introducción a la Lectio Divina? o más bien, ¿para qué? Por una parte, para reconocer en estas comunidades cristianas la Palabra como su alimento, y por esto, así como de ella hemos venido, a la Palabra necesitamos volver para unirnos. Más allá de discusiones dogmáticas, apologéticas, disciplinares, la Palabra es fuente incomparable de espiritualidad de diálogo y comunión, de perdón y reconciliación, de restauración y transformación. Pero también, por el profundo anhelo de Jesús y nuestro testimonio en el mundo de ser lectores de unidad, amantes de la lectura orante de una Iglesia que se reconcilia al interno de sí.

 

Es el movimiento ecuménico que se ha venido suscitando desde el siglo antepasado con miras al arduo proceso de la unidad. La Iglesia Católica ha procurado involucrarse, particularmente con el Concilio Vaticano II ha abierto sus puertas a una nueva perspectiva eclesiológica: hay elementos eclesiales que conjuntamente edifican y dan vida salvífica (como la Palabra de Dios Escrita) en otras comunidades cristianas. El decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio nos invita a esta apertura:

 

«Es necesario que los católicos reconozcan con gozo y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran en nuestros hermanos separados»

 (UR 4).

 

Ahora bien, ¿quiénes participan en el movimiento ecuménico? Los que invocan al Dios Uno y Trino y confiesan a Jesús como Señor y Salvador, pero no sólo individualmente, sino también reunidos en asamblea; los que creen en Cristo y han recibido ritualmente el bautismo; las comunidades que trabajan por hacer visible la Iglesia de Dios una y única teniendo sanas intenciones de diálogo, oración, reconciliación, verdad; quienes con actividades e iniciativas concretas fomentan la unidad de los cristianos a través de múltiples esfuerzos, particularmente con la solidaridad en la acción social.

 

Ante el reto ecuménico, la Lectio suscita en nosotros el encuentro orante con la hermana. La lectura del Espíritu, al revelarnos nuestra propia verdad, nos revela también la verdad de la Iglesia. Asimismo, el auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior (cfr. UR 7), no podremos encarnar una lectura comunitaria con nuestros hermanos no-católicos sin una lectura-actuada en nuestra propia interioridad.

 

Concluyo esta breve exposición presentando un trozo textual del decreto ya citado sobre el ecumenismo, con respecto a la Sagrada Escritura y sus repercusiones en búsqueda de la unidad entre los cristianos:

 «El amor, la veneración y casi culto a las Sagradas Escrituras conducen a nuestros hermanos al estudio constante y diligente de la Biblia, pues el Evangelio "es poder de Dios para la salud de todo el que cree, del judío primero, pero también del griego" (Rom. 1,16). Invocando al Espíritu Santo, buscan en la Sagrada Escritura a Dios como a quien les habla en Cristo, anunciado por los profetas, Verbo de Dios, encarnado por nosotros. En ellas contemplan la vida de Cristo y cuanto el divino Maestro enseñó y realizó para la salvación de los hombres, sobre todo los misterios de su muerte y de su resurrección. Pero cuando los hermanos “separados” afirman la autoridad divina de los Sagrados Libros, piensan de distinta manera que nosotros –unos ciertamente de modo diverso que otros- acerca de la relación entre las Escrituras y la Iglesia, en la cual, según la fe católica, el magisterio auténtico tiene un lugar peculiar en la exposición y predicación de la Palabra de Dios escrita. No obstante, en el diálogo mismo, las Sagradas Escrituras son un instrumento precioso en la mano poderosa de Dios para lograr aquella unidad que el Salvador muestra a todos los hombres»

(UR 21).

[1] Para un estudio más profundo, sugerimos leer: Concilio Vaticano II, Unitatis redintegratio, Roma 1964; W. KASPER, Caminos de unidad. Perspectivas para el ecumenismo. Ediciones Cristiandad, Madrid 2008.

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