Curso de Lectio Divina
I. Breve Introducción a la Lectio Divina
1.3 El testimonio patrístico
En la época de los padres y escritores eclesiásticos[6], la Lectio Divina es el principio vital de sus reflexiones teológicas. Los autores patrísticos proyectan en sus tratados dogmáticos, ascéticos-místicos, morales, la interioridad y la vivencia espiritual que provoca la lectura recíproca con la Sagrada Escritura. No es una mera lectura, producto de una reflexión especulativa y con simples fines argumentativos-apologéticos, sino por la atención, la oración, la constancia…, los cristianos son conducidos a la comprensión de las cosas divinas (Orígenes). Podríamos decir que se hace teología cristiana amando y siendo amado por el texto. Un texto que evidentemente es una Persona Viva, quien entra en relación personal con sus discípulos inmediatos, y, a su vez, con los de las nuevas generaciones.
Los padres y escritores de la Iglesia han vivido de la Lectura Sagrada. Su espiritualidad está nutrida por la Palabra de Dios, sus enseñanzas son el fruto de una intimidad con Jesús, el Hijo de Dios. Leen las Escrituras para beber de ellas la salvación, las meditan para transmitirlas con pasión, las oran para expresar su gratitud, las contemplan para deleitarse en Dios. Leer a los padres y escritores es leer a seres humanos amantes de la Biblia y del libro de sus propias circunstancias. Podemos notar que el principio de la Lectio es indudablemente asumido por la patrística, como lo expresa s. Agustín de Hipona: “Trata de no decir nada sin él, y él no dirá nada sin ti”.
El mismo Agustín (354-430) al leer los textos santos va confrontando los contrastes de su vida: sus luces y tinieblas, sus aciertos y fracasos. Sólo en Dios es capaz de leerse para enfrentar su propia verdad. “Las confesiones”, su obra clásica, son el resultado de un autoconocimiento a partir del Libro de Dios. No ha temido revelar su propio libro, pues ahí ha encontrado su liberación. Aprendió a dialogar con la Sagrada Escritura al mostrarle sus sentimientos y afectos, sus necesidades y miserias, sus anhelos e ilusiones. Aprendió a mirar-se en la Escritura:
«Si el texto es oración, oren; si es gemido, giman; si es agradecimiento, estén alegres; si es un texto de esperanza, esperen, si se expresa temor, teman. Porque todo aquello que escuchen en el texto es el espejo de ustedes mismos»
(s. Agustín, Comentario al Ps 29,16).
Un elemento en común por parte de los padres y escritores de la Iglesia es la introspección: se “rumia” el texto para “rumiarse” a sí mismo, se lee la Escritura para dejarse limpiar y labrar por la Palabra sanadora y liberadora de Dios. Juan Casiano (360-435), quien por siete años vivió como ermitaño en el desierto de Egipto y más tarde recibió la ordenación sacerdotal por el papa Inocencio I, vio en la Lectura Orante la mejor vía para el itinerario de conversión:
«Así, labrando a todas horas, a cada instante, la tierra de nuestro corazón, con el arado del Evangelio, esto es, surcándolo de continuo con el recuerdo incesante de la cruz del Señor, podremos destruir las madrigueras de las fieras que nos hostilizan, y exterminar las guaridas de las serpientes venenosas»
(Juan Casiano, Coll 1,22).
Además, nuestros autores, movidos muchos de éstos por la experiencia monacal, exhortan al ejercicio interior que genera una vivencia encarnada en la realidad cotidiana, nos advierten de la pereza y del ocio como enemigos del crecimiento espiritual y humano. Por ejemplo, Benito de Nursia (480-547), padre de los benedictinos, escribe en su regla:
«La ociosidad es enemiga del alma; por eso han de ocuparse los hermanos a unas horas en el trabajo manual, y a otras, en la lectura divina…. »
(RB 48,1).
En efecto, la ociosidad obstaculiza el camino de la Lectio Divina, sendero de autoconocimiento y conversión en Dios. Desde el trabajo interior podemos crecer y madurar en la Lectura. Acerca de eso, Jerónimo, padre occidental, autor de la traducción bíblica latina (vulgata), encuentra, en la creatividad del Espíritu presente en la mente y el corazón del ser humano, la fuente para ir continuamente más allá de cualquier esquema y monotonía, ociosidad y cansancio. Nos dice:
«Abrir la Palabra y leerla, es extender las velas al Espíritu Santo, sin saber a cuáles playas nos conducirá»
(s. Jerónimo, Comentario a Ez 12).
Para ello, es necesario amar las letras santas, estar conquistados por ellas, desearlas, buscarlas con celo firme:
«Lee con asiduidad y aprende todo lo posible. Que el sueño te sorprenda siempre con un libro, y que tu cara al caer dormida sea recibida por una página santa»
(s. Jerónimo, Ep.22,17, a Eustoquia).
De tal forma, la experiencia de profundidad espiritual trasciende necesariamente a la exterioridad, la vida interior exige revelarse, pues la Palabra de Dios nos impulsa a actuar lo leído. Así lo comprendió el papa Gregorio (540-604):
«Muchos leen sin nutrirse de lo que leen; muchos oyen la voz de la predicación, pero después de oír la voz se retiran vacíos; el vientre de los cuales come, sí, pero sus entrañas no se llenan, porque, aunque reciben en el entendimiento la inteligencia de la Palabra santa, olvidando y no practicando lo que han oído, no lo guardan en las entrañas del corazón»
(s. Gregorio Magno, de su homilia X sobre Ez 3,1-14).
La espiritualidad bíblica en los padres y escritores de la Iglesia provoca un nuevo libro: fruto de una lectura recíproca-existencial. Libro que por su obrar puede ser leído por el prójimo y atraído éste también por el Libro de Dios.
[6] Los padres de la Iglesia son los autores de los siete primeros siglos del cristianismo (antigüedad) que han profundizado e interpretado la revelación de Dios Escrita y Oral (doctrina ortodoxa), han dado testimonio congruente de vida cristiana (santidad) y han sido reconocidos oficialmente por la Iglesia (aprobación eclesiástica). En cambio los escritores eclesiásticos son los que poseen la antigüedad, pero les faltan una u otras características que tienen los padres.