Curso de Lectio Divina
I. Breve Introducción a la Lectio Divina
I.2 El lector-orante Jesús de Nazareth y sus primeros seguidores
Jesús el Cristo es Maestro por antonomasia de la Lectura Orante. Su espiritualidad es fruto de una historia: la historia de Israel; que, al haberla asumido, incorpora en sí el caminar, la religiosidad, la cultura de un pueblo iluminado por la lámpara que no deja de alumbrar el itinerario de Israel: «Tu Palabra es antorcha para mis pasos, luz para mi sendero» (Sal 119, 105).
Desde temprana edad, Jesús leyó la Escritura y se dejó leer por ella (cfr. Lc 2, 41-50). Su vida y su misión se descubren como un libro leído por su Padre Dios (ej. Jn 5,31-40). Su relación filial es clave para la lectura y la comprensión mutua, pues no sólo es el Hijo amado de Dios (Jn 3,16); sino vivió como tal. Su experiencia espiritual y existencial está marcada por el encuentro y trato íntimo con su Abba[5]. Y desde esta relación familiar, Jesús vivió con la pasión judía de buscar en todo la voluntad de Dios, en esto consistió su modo de ser y hacer Lectio Divina.
El Libro divino que leyó Jesús durante su vida terrena es su Abba: el Creador del cielo y la tierra, el Señor de Israel, el Dios para el que todo es posible (cfr. Mc 10,27). Leer la Escritura como Hijo le condujo a la vivencia de la oración. Sin oración no habría sido posible rechazar las tentaciones (cfr. Mt 4, 4-10), elegir a sus discípulos (cfr. Lc 6,12-16), obrar señales prodigiosas (cfr. Mc 1,21-45), enfrentar la angustia (cfr. Lc 22,41), morir en una cruz (cfr. Jn 19,30). Su oración fue el fruto de una intensa espiritualidad bíblica, su convicción por el Reino provocó en su pedagogía explicar ese Reinado en parábolas innovadoras, pero de intensa inspiración escriturística. Su historia misma constituye la sorprendente parábola del Reinado de Dios.
En los Evangelios notamos a Jesús actuando y hablando con autoridad. Tiene autoridad para interpretar los libros santos (cfr. Mc 12, 35-37). Los interpreta porque ha orado con ellos, se ha dejado cuestionar por ellos y a partir de ellos los ha explicado a los demás de manera atractiva, original, transformadora. Asimismo, la Escritura se cumple en Jesús (cfr. Jn 19,28; Hch 1,16), presentándose “no sólo como el legítimo intérprete de la Torah [...], sino que tiene la audacia única y revolucionaria de colocarse en contraste con la Torah” (J. Jeremías), precisamente porque la Palabra de Dios no es algo que le viene desde fuera e inesperadamente como les sucedía a los profetas, sino su misión reveladora se funda sobre una clara identidad bien definida entre su persona y la Palabra de Dios, entre la continuidad y discontinuidad con el Antiguo Testamento: «Pues yo les digo que hay aquí algo mayor que el Templo» (Mt 12,6); «Los ninivitas se levantarán en el juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay alguien más que Jonás» (Mt 12,41); «la reina del Mediodía se levantará en el juicio con esta generación y la condenará; porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay alguien más que Salomón» (Mt 12,42).
Justamente, la Iglesia primitiva vio en Jesús el sí a todas las promesas de Dios (cfr. 2 Cor 1,20), la última y definitiva Palabra de Dios a los hombres (cfr. Hb 1, 1-2), más aún, la Palabra de Dios hecha carne y plantada su tienda entre nosotros (cfr. Jn 1,14). El mismo Pablo de Tarso no dudó en afirmar: «A aquel que puede consolidarlos conforme al evangelio mío y la predicación de Jesucristo: revelación de un misterio mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al presente, por las Escrituras que lo predicen, por disposición del Dios Eterno, dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe, a Dios, el único sabio, por Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos! Amén» (Rom 16, 25-27).
Para los cristianos del Nuevo Testamento, Jesucristo es el sentido y la razón de ser de su transitar cotidiano, sus vidas hallan la fuerza de la liberación porque han renacido en la Pascua del Señor: mueren y resucitan en la muerte y la resurrección de Jesús (cfr. Rom 6,1-14). Sus mismas vidas son leídas a partir de la muerte: -es necesario morir para poder resucitar-, pero esta Pascua no es sólo para el escaton, es ya vivencial en el cronos, pues sólo quien se deja leer puede interpretar el por qué, el para qué y de qué morir. Con una lectura de restauración de la persona, puede leerse la resurrección como un estilo de nueva vida (recreación) en el Señor Jesús.
Los cristianos neotestamentarios leían la Escritura a partir de un evento: Jesucristo, y sólo en él las Escrituras alcanzaban su plenitud reveladora. A partir de los acaecimientos de Jesús, los textos del Antiguo Testamento se descubrían como profecías del Mesías nazareno. Igualmente, la comunidad cristiana se leía y leía en su contexto social y religioso (un contexto de persecución y contrastes, de identidad y convicciones). De tal modo, un nuevo libro se iba redactando: las experiencias, los aciertos, los fracasos y los retos del Nuevo Pueblo de Israel eran leídos por el plan misterioso de Dios. A su vez, aquellos cristianos leían a Jesús alumbrados por los textos antiguos, oraban con Él en sus asambleas para ser leídos por el Padre. La misma Iglesia Primitiva aprendió a redactar su misterio.
El Dios viviente habla, y su palabra una vez pronunciada, se hizo Escritura para poder ser leída y escuchada. Con el suceso del Señor Jesucristo, la Memoria Escrita del Nuevo Israel completó las Antiguas Escrituras, participando de su misma autoridad divina y convirtiéndose éstas también en fuente de espiritualidad cristiana. Es pues, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, Palabra Viviente de la Lectura Orante:
«Dios es el autor que inspira los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera el Nuevo, y el Nuevo descubriera el Antiguo. Pues aunque Cristo estableció con su sangre la nueva alianza (cfr. Lc 22,20; 1 Cor 11,25), los libros íntegros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento (cfr. Mt 5,17; Lc 24,27; Rom 16, 25-26; 2 Cor 3, 14-16) y a su vez lo iluminan y lo explican»
(DV 16).
[5] Abba era tan sólo en tiempos de Jesús un término familiar para designar al padre terreno; antes había sido un vocablo infantil; pero desde hacía tiempo era empleado por los adultos. “Ab” es originariamente una voz que imita el balbuceo del niño. Cfr. E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente, Trotta, Madrid 2002, p. 235.