Curso de Lectio Divina
I. Breve Introducción a la Lectio Divina
1.1 Leer la Escritura y dejarse leer por ella
El reavivamiento del Concilio Vaticano II ha venido animando a los cristianos-católicos a un interés cada vez mayor por la Sagrada Escritura. Los alcances y los límites la misma historia los juzgará.
La Lectio Divina -fruto del reencuentro con la Biblia- también está generando nuevas expectativas. La renovación bíblica va despertando en innumerables creyentes, la pasión por una experiencia espiritual desde los libros sagrados. Como si no bastase leerlos, aún más, se requiere vivenciarlos en la propia existencia.
Pero, ¿es posible experimentar existencialmente la Biblia? Indudablemente nos movemos en el ámbito de la fe, sin ella, las narraciones escriturísticas serían de un gran valor literario, pero sin repercusiones en la interioridad de quien las asume como Palabra de Dios en lenguaje humano. Sin embargo, no basta la Biblia para experimentar su fuerza y su poder, es necesario que otro “libro” se confronte con ella: el ser humano, irrepetible e histórico. De este modo, podemos afirmar que la Palabra de Dios y la Palabra del Hombre, interpeladas entre sí, constituyen la clave fundamental para la praxis de lo que llamamos Lectio Divina o Lectura Orante.
No podemos dar una definición precisa sin transparentar los dos elementos substanciales que animan la Lectio en su ser y quehacer. A saber, “el libro de Dios” y “el libro del hombre”, -nuestro enunciado al ser metafórico, posee en sí la seducción para alcanzar su auténtico significado-. Dos libros que demandan confrontación, lectura e interpretación mutua. Si alguno faltase, estaríamos muy lejos de la práctica a la que estamos siendo invitados.
Con ello, entendemos por Lectio Divina la lectura recíproca entre la Biblia (Escrita y Acontecida) y el ser humano concreto (en la riqueza de sus paradigmas, su historia, su personalidad, su sociabilidad). De tal manera que Dios habla amistosamente al hombre y éste le escucha; pero también, y no menos importante, el hombre le habla y Él se deleita en escucharle[1]. Por tanto, el principio que requerimos custodiar es: «leer la Sagrada Escritura y dejarse leer por ella». Leerla, implica penetrar intelectual (mente) y volitivamente (corazón) en el texto, es decir, escudriñar el sentido, las raíces, las formas del trozo bíblico que estamos haciendo nuestro desde un encuentro contemplativo[2]. El profeta Jeremías así se ha embelesado en la Palabra: «Cuando encontraba tus palabras, las devoraba; tus palabras eran mi delicia y la alegría de mi corazón» (Jr 15,16a). De igual forma, al meditar esa Palabra en el contexto personal y social, el sujeto se deja examinar; cuestionar; leer, para descubrirse como un libro contrastante, pero también paradójicamente sintónico con la Sagrada Escritura actualizada en su propia existencia.
La lectura entre los dos libros es acción del Espíritu que despierta y resuena en el interior de los lectores-orantes la sed por un diálogo amistoso: “A Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (s. Ambrosio). Esta reciprocidad conlleva inexcusablemente a la vivencia del amor a partir del texto que no resulta ya ajeno, sino encarnado en el propio ser de la persona, que desde su interioridad y exterioridad, se deja cautivar por él (lo que bien podemos llamar contemplación).
Con lo anterior, podemos ya identificar algunos verbos practicados en la Lectio: Leer, Meditar, Orar, Contemplar. Expresiones que recapituladas y concatenadas entre sí se exigen mutuamente, se atraen en la concordancia del Dios con el hombre y del hombre con Dios. Empujan a la acción, al ejercicio concreto de la espiritualidad bíblica, al fruto de una modalidad auténticamente encarnada, pues “si un texto no te cambia, quiere decir que no lo has leído” (G. Soares-Prabhu).
Para la Lectura Orante con/en la Palabra, se requiere un interés por la Biblia: «Palabra de Dios Viva y Eficaz, más cortante que espada de doble filo» (Hb 4,15ª), además de un darse la oportunidad para que el Maestro nos explique su Palabra y poder así compartir con los discípulos de Emaús su eco interior: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32). Puesto que la Palabra no está sujeta a unos papiros u hojas, sino a una persona: Jesús el Cristo, la Lectio es un encuentro con Él: el Exégeta Viviente de la Sagrada Escritura, la Palabra hecha Carne (Jn 1,14), el Orante solidarizado con nuestra oración. Por ello, la experiencia de la Lectura nos convoca para entrar en el universo infinito de la Biblia, explicada por la persona y el evento de Jesús de Nazaret. Así lo ha comprendido el monje cartujo Guigo II del siglo XII y promotor insigne de la Lectura Sagrada:
«Buscaba tu rostro Señor; tu rostro, Señor, buscaba; por largo tiempo he meditado en mi corazón y en mi meditación ha estallado un fuego y el deseo bastante grande de conocerte. Cuando me partes el pan de la Escritura, en la fracción del pan te me das a conocer, y cuanto más te conozco, tanto más deseo conocerte, no más en la envoltura de la letra, sino en el sentido de la experiencia….»[3]
Siendo como un mar inmenso –la Palabra- para penetrar de manera progresiva, pues ella es para la Iglesia: “el anuncio de su identidad, la gracia de su conversión, el mandato de su misión, la fuente de su profecía, la razón de su esperanza”[4], no pretendo sistematizar más allá de lo que es experiencial, ni tampoco esperemos recibir un “método absoluto”, ya que el Autor y Animador de la lectura orante va más allá de cualquier esquema y estructura. Sería inútil pretender encajonar la libertad del Espíritu, el misterio inabarcable.
[1] El Concilio Vaticano II en su constitución dogmática sobre la divina revelación escribe al respecto: «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cfr. Ef 1,9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cfr. Ef 2,18; 2 Pe 1,4). En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos (cfr. Ex 33,11; Jn 15,14-15), movido por su gran amor y mora con ellos (cfr. Bar 3,38), para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2).
[2] La vivencia de una Presencia desde el texto leído con la “mente” y el “corazón”: la mente en cuanto a su ejercicio meditativo, especulativo, argumentativo. El corazón en cuanto a la sede de la fuerza espiritual, el espacio más íntimo del hombre corpóreo-espiritual; la morada de sus raíces emocionales, espirituales y corporales, ahí donde el Misterio reside.
[3] C. FALCHINI, Gugliermo di Saint-Thierry, en AA.VV., La Lectio Divina nella vita religiosa, (Torino 1994), p. 314.
[4] Sínodo de la Palabra, Roma 2008, www.vatican.va
[5] Abba era tan sólo en tiempos de Jesús un término familiar para designar al padre terreno; antes había sido un vocablo infantil; pero desde hacía tiempo era empleado por los adultos. “Ab” es originariamente una voz que imita el balbuceo del niño. Cfr. E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente, Trotta, Madrid 2002, p. 235.
[6] Los padres de la Iglesia son los autores de los siete primeros siglos del cristianismo (antigüedad) que han profundizado e interpretado la revelación de Dios Escrita y Oral (doctrina ortodoxa), han dado testimonio congruente de vida cristiana (santidad) y han sido reconocidos oficialmente por la Iglesia (aprobación eclesiástica). En cambio los escritores eclesiásticos son los que poseen la antigüedad, pero les faltan una u otras características que tienen los padres.
I.2 El lector-orante Jesús de Nazareth y sus primeros seguidores
Jesús el Cristo es Maestro por antonomasia de la Lectura Orante. Su espiritualidad es fruto de una historia: la historia de Israel; que, al haberla asumido, incorpora en sí el caminar, la religiosidad, la cultura de un pueblo iluminado por la lámpara que no deja de alumbrar el itinerario de Israel: «Tu Palabra es antorcha para mis pasos, luz para mi sendero» (Sal 119, 105).
Desde temprana edad, Jesús leyó la Escritura y se dejó leer por ella (cfr. Lc 2, 41-50). Su vida y su misión se descubren como un libro leído por su Padre Dios (ej. Jn 5,31-40). Su relación filial es clave para la lectura y la comprensión mutua, pues no sólo es el Hijo amado de Dios (Jn 3,16); sino vivió como tal. Su experiencia espiritual y existencial está marcada por el encuentro y trato íntimo con su Abba[5]. Y desde esta relación familiar, Jesús vivió con la pasión judía de buscar en todo la voluntad de Dios, en esto consistió su modo de ser y hacer Lectio Divina.
El Libro divino que leyó Jesús durante su vida terrena es su Abba: el Creador del cielo y la tierra, el Señor de Israel, el Dios para el que todo es posible (cfr. Mc 10,27). Leer la Escritura como Hijo le condujo a la vivencia de la oración. Sin oración no habría sido posible rechazar las tentaciones (cfr. Mt 4, 4-10), elegir a sus discípulos (cfr. Lc 6,12-16), obrar señales prodigiosas (cfr. Mc 1,21-45), enfrentar la angustia (cfr. Lc 22,41), morir en una cruz (cfr. Jn 19,30). Su oración fue el fruto de una intensa espiritualidad bíblica, su convicción por el Reino provocó en su pedagogía explicar ese Reinado en parábolas innovadoras, pero de intensa inspiración escriturística. Su historia misma constituye la sorprendente parábola del Reinado de Dios.
En los Evangelios notamos a Jesús actuando y hablando con autoridad. Tiene autoridad para interpretar los libros santos (cfr. Mc 12, 35-37). Los interpreta porque ha orado con ellos, se ha dejado cuestionar por ellos y a partir de ellos los ha explicado a los demás de manera atractiva, original, transformadora. Asimismo, la Escritura se cumple en Jesús (cfr. Jn 19,28; Hch 1,16), presentándose “no sólo como el legítimo intérprete de la Torah [...], sino que tiene la audacia única y revolucionaria de colocarse en contraste con la Torah” (J. Jeremías), precisamente porque la Palabra de Dios no es algo que le viene desde fuera e inesperadamente como les sucedía a los profetas, sino su misión reveladora se funda sobre una clara identidad bien definida entre su persona y la Palabra de Dios, entre la continuidad y discontinuidad con el Antiguo Testamento: «Pues yo les digo que hay aquí algo mayor que el Templo» (Mt 12,6); «Los ninivitas se levantarán en el juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay alguien más que Jonás» (Mt 12,41); «la reina del Mediodía se levantará en el juicio con esta generación y la condenará; porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay alguien más que Salomón» (Mt 12,42).
Justamente, la Iglesia primitiva vio en Jesús el sí a todas las promesas de Dios (cfr. 2 Cor 1,20), la última y definitiva Palabra de Dios a los hombres (cfr. Hb 1, 1-2), más aún, la Palabra de Dios hecha carne y plantada su tienda entre nosotros (cfr. Jn 1,14). El mismo Pablo de Tarso no dudó en afirmar: «A aquel que puede consolidarlos conforme al evangelio mío y la predicación de Jesucristo: revelación de un misterio mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al presente, por las Escrituras que lo predicen, por disposición del Dios Eterno, dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe, a Dios, el único sabio, por Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos! Amén» (Rom 16, 25-27).
Para los cristianos del Nuevo Testamento, Jesucristo es el sentido y la razón de ser de su transitar cotidiano, sus vidas hallan la fuerza de la liberación porque han renacido en la Pascua del Señor: mueren y resucitan en la muerte y la resurrección de Jesús (cfr. Rom 6,1-14). Sus mismas vidas son leídas a partir de la muerte: -es necesario morir para poder resucitar-, pero esta Pascua no es sólo para el escaton, es ya vivencial en el cronos, pues sólo quien se deja leer puede interpretar el por qué, el para qué y de qué morir. Con una lectura de restauración de la persona, puede leerse la resurrección como un estilo de nueva vida (recreación) en el Señor Jesús.
Los cristianos neotestamentarios leían la Escritura a partir de un evento: Jesucristo, y sólo en él las Escrituras alcanzaban su plenitud reveladora. A partir de los acaecimientos de Jesús, los textos del Antiguo Testamento se descubrían como profecías del Mesías nazareno. Igualmente, la comunidad cristiana se leía y leía en su contexto social y religioso (un contexto de persecución y contrastes, de identidad y convicciones). De tal modo, un nuevo libro se iba redactando: las experiencias, los aciertos, los fracasos y los retos del Nuevo Pueblo de Israel eran leídos por el plan misterioso de Dios. A su vez, aquellos cristianos leían a Jesús alumbrados por los textos antiguos, oraban con Él en sus asambleas para ser leídos por el Padre. La misma Iglesia Primitiva aprendió a redactar su misterio.
El Dios viviente habla, y su palabra una vez pronunciada, se hizo Escritura para poder ser leída y escuchada. Con el suceso del Señor Jesucristo, la Memoria Escrita del Nuevo Israel completó las Antiguas Escrituras, participando de su misma autoridad divina y convirtiéndose éstas también en fuente de espiritualidad cristiana. Es pues, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, Palabra Viviente de la Lectura Orante:
«Dios es el autor que inspira los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera el Nuevo, y el Nuevo descubriera el Antiguo. Pues aunque Cristo estableció con su sangre la nueva alianza (cfr. Lc 22,20; 1 Cor 11,25), los libros íntegros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento (cfr. Mt 5,17; Lc 24,27; Rom 16, 25-26; 2 Cor 3, 14-16) y a su vez lo iluminan y lo explican»
(DV 16).
1.3 El testimonio patrístico
En la época de los padres y escritores eclesiásticos[6], la Lectio Divina es el principio vital de sus reflexiones teológicas. Los autores patrísticos proyectan en sus tratados dogmáticos, ascéticos-místicos, morales, la interioridad y la vivencia espiritual que provoca la lectura recíproca con la Sagrada Escritura. No es una mera lectura, producto de una reflexión especulativa y con simples fines argumentativos-apologéticos, sino por la atención, la oración, la constancia…, los cristianos son conducidos a la comprensión de las cosas divinas (Orígenes). Podríamos decir que se hace teología cristiana amando y siendo amado por el texto. Un texto que evidentemente es una Persona Viva, quien entra en relación personal con sus discípulos inmediatos, y, a su vez, con los de las nuevas generaciones.
Los padres y escritores de la Iglesia han vivido de la Lectura Sagrada. Su espiritualidad está nutrida por la Palabra de Dios, sus enseñanzas son el fruto de una intimidad con Jesús, el Hijo de Dios. Leen las Escrituras para beber de ellas la salvación, las meditan para transmitirlas con pasión, las oran para expresar su gratitud, las contemplan para deleitarse en Dios. Leer a los padres y escritores es leer a seres humanos amantes de la Biblia y del libro de sus propias circunstancias. Podemos notar que el principio de la Lectio es indudablemente asumido por la patrística, como lo expresa s. Agustín de Hipona: “Trata de no decir nada sin él, y él no dirá nada sin ti”.
El mismo Agustín (354-430) al leer los textos santos va confrontando los contrastes de su vida: sus luces y tinieblas, sus aciertos y fracasos. Sólo en Dios es capaz de leerse para enfrentar su propia verdad. “Las confesiones”, su obra clásica, son el resultado de un autoconocimiento a partir del Libro de Dios. No ha temido revelar su propio libro, pues ahí ha encontrado su liberación. Aprendió a dialogar con la Sagrada Escritura al mostrarle sus sentimientos y afectos, sus necesidades y miserias, sus anhelos e ilusiones. Aprendió a mirar-se en la Escritura:
«Si el texto es oración, oren; si es gemido, giman; si es agradecimiento, estén alegres; si es un texto de esperanza, esperen, si se expresa temor, teman. Porque todo aquello que escuchen en el texto es el espejo de ustedes mismos»
(s. Agustín, Comentario al Ps 29,16).
Un elemento en común por parte de los padres y escritores de la Iglesia es la introspección: se “rumia” el texto para “rumiarse” a sí mismo, se lee la Escritura para dejarse limpiar y labrar por la Palabra sanadora y liberadora de Dios. Juan Casiano (360-435), quien por siete años vivió como ermitaño en el desierto de Egipto y más tarde recibió la ordenación sacerdotal por el papa Inocencio I, vio en la Lectura Orante la mejor vía para el itinerario de conversión:
«Así, labrando a todas horas, a cada instante, la tierra de nuestro corazón, con el arado del Evangelio, esto es, surcándolo de continuo con el recuerdo incesante de la cruz del Señor, podremos destruir las madrigueras de las fieras que nos hostilizan, y exterminar las guaridas de las serpientes venenosas»
(Juan Casiano, Coll 1,22).
Además, nuestros autores, movidos muchos de éstos por la experiencia monacal, exhortan al ejercicio interior que genera una vivencia encarnada en la realidad cotidiana, nos advierten de la pereza y del ocio como enemigos del crecimiento espiritual y humano. Por ejemplo, Benito de Nursia (480-547), padre de los benedictinos, escribe en su regla:
«La ociosidad es enemiga del alma; por eso han de ocuparse los hermanos a unas horas en el trabajo manual, y a otras, en la lectura divina…. »
(RB 48,1).
En efecto, la ociosidad obstaculiza el camino de la Lectio Divina, sendero de autoconocimiento y conversión en Dios. Desde el trabajo interior podemos crecer y madurar en la Lectura. Acerca de eso, Jerónimo, padre occidental, autor de la traducción bíblica latina (vulgata), encuentra, en la creatividad del Espíritu presente en la mente y el corazón del ser humano, la fuente para ir continuamente más allá de cualquier esquema y monotonía, ociosidad y cansancio. Nos dice:
«Abrir la Palabra y leerla, es extender las velas al Espíritu Santo, sin saber a cuáles playas nos conducirá»
(s. Jerónimo, Comentario a Ez 12).
Para ello, es necesario amar las letras santas, estar conquistados por ellas, desearlas, buscarlas con celo firme:
«Lee con asiduidad y aprende todo lo posible. Que el sueño te sorprenda siempre con un libro, y que tu cara al caer dormida sea recibida por una página santa»
(s. Jerónimo, Ep.22,17, a Eustoquia).
De tal forma, la experiencia de profundidad espiritual trasciende necesariamente a la exterioridad, la vida interior exige revelarse, pues la Palabra de Dios nos impulsa a actuar lo leído. Así lo comprendió el papa Gregorio (540-604):
«Muchos leen sin nutrirse de lo que leen; muchos oyen la voz de la predicación, pero después de oír la voz se retiran vacíos; el vientre de los cuales come, sí, pero sus entrañas no se llenan, porque, aunque reciben en el entendimiento la inteligencia de la Palabra santa, olvidando y no practicando lo que han oído, no lo guardan en las entrañas del corazón»
(s. Gregorio Magno, de su homilia X sobre Ez 3,1-14).
La espiritualidad bíblica en los padres y escritores de la Iglesia provoca un nuevo libro: fruto de una lectura recíproca-existencial. Libro que por su obrar puede ser leído por el prójimo y atraído éste también por el Libro de Dios.