Testimonio de un esposo: La Prueba
Por: Marco Pineda
Pedí un aumento de sueldo en mi trabajo por el nacimiento de mi primer hijo, el iniciarme como padre me estremeció repentinamente con el peso de una gran responsabilidad: llevar lo necesario a mi familia y el compromiso como padre y esposo; aún no concebía en mi corazón todas las implicaciones de ese sagradísimo don del amor. Pasado un mes de mi petición, no tan solo recibí un incremento de sueldo sino una promoción a la Gerencia Técnica, ¡vaya, vaya..!, no podía imaginar lo que este nuevo camino en mi vida tanto familiar como profesional iba a marcar las siguientes semanas, meses, años… De inmediato me instalaron en una nueva oficina, muy amplia por cierto, compartía una asistente con la Gerencia General, tenía personal a mi cargo, supervisaba los proyectos en planta hasta la puesta en marcha, esto implicaba viajar constantemente; por supuesto largas ausencias en casa. ¿Del sueldo? Ni se diga, me lo triplicaron y también las prestaciones. Todo en menos de 2 años de haber llegado a esa compañía. Me empeñé por trabajar y pasar más tiempo en la planta: de 12 a 18 horas diarias, en ocasiones hasta me buscaban en casa en el tercer turno cuando no entendían el proyecto en producción. Estando ahí ya no salía hasta el otro día.
Me hice de unos supuestos amigos, compañeros de la planta que me invitaban a comer en lugares que ellos acostumbraban, por consiguiente, comencé por no ir a casa a comer con mi familia, esto se hizo una costumbre; al grado de que muchas veces con el pretexto de que tenía que regresar en la noche al trabajo, comencé a trasnochar en bares con ellos, como una merecida recompensa de un largo día de trabajo y la justificación de que mi familia tenía todo lo necesario… Así, inicié una doble vida. Descuidé a mi esposa y a mi hijo, hasta que una vez mi hijo se cayó en la noche, se golpeó la cabeza fuertemente, mi esposa me buscó en el trabajo y por supuesto no estaba, un vecino amigo la ayudó haciéndose pasar por el padre para que lo atendieran en urgencias del IMSS. Hice una gran brecha entre mi esposa y yo porque me sentía en total libertad con el poder de “ejercer mi libre albedrío”, descuidando mi comunicación, el trato y hasta la relación íntima del matrimonio se deterioró… No me di cuenta cómo fui acabando con lo único valioso de mi vida. Llegué a sentirme con poder, nadie podía contradecirme en la casa ni en “mi” trabajo tampoco. Me invadió una gran soberbia, avaricia y orgullo porque llegué a ser el mejor en mi puesto y el mejor cotizado en el medio, comparado incluso con otros análogos en Compañías Transnacionales.
Una tarde de viernes, mi esposa llegó al trabajo justo antes de que saliera con los amigos como era costumbre. Con autoridad y decisión me dijo que quería hablar conmigo o de lo contrario todo terminaría, la vi herida y decidida a todo…, fue entonces cuando comprendí que algo iba a pasar. Al principio discutí justificándome, ella me reprochó todo lo que había ocasionado inclusive a nuestro hijo, me hizo sentir cuánto la estaba lastimando, cuántas heridas había hecho con tanta indiferencia por estar en mí mundo. Pasó por mí mente qué nos había unido después de una gran travesía para llegar a casarnos sin el apoyo de ninguna de las familias, en fin… En mí interior entré en shock, pero algo iluminó mi conciencia, como si una venda se cayera de mis ojos pude ver y comprender la gran cadena de error que me llevó a desvirtuar el verdadero sentido por el cual había decidido unirme a ella, mi verdadera libertad. En mí interior acepté que desconocía sus sentimientos, reconocí mi falta de valoración y comprensión hacia ella, de la esposa, que lo único que buscaba era agradarme y hacer su mejor papel a pesar de mi mal comportamiento. En un momento crucial me cuestionó: “cambian las cosas o nos separamos”. En unos segundos todo se enmudeció en mí. Discerní, fue hasta entonces que acepté el compromiso de la promesa que había hecho en el altar.
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Cuando la libertad se armoniza en la voluntad toma un sentido distinto la vida. Cuando la satisfacción del cuerpo y el alimento de las emociones llegan a desbordarse, sólo se vuelve el fin de nuestras acciones y nos alejamos, nos desviamos de la verdadera senda de nuestra trascendencia trazada por nuestro Creador (CIC 1849). El que nos amó primero (1 Jn 4:19) y lleva tatuado nuestro nombre, nuestra esencia auténtica en “la palma de su mano” no nos olvida (Is 49:15-16). En su mano traspasada nos lleva, mortificada en la cruz, como lo más preciado, como el tesoro que atesora celosamente en el costado de su corazón traspasado (Jn 19:34). De esta manera nos ama Dios. Tan inmenso es su amor por ti y por mí, ¡qué valor tan grande su don de amor que permite nuestro obrar, respeta nuestro pensar, nuestro sentir, nuestra voz hecha palabra! Él está ahí y nos contempla, sin dejarnos, sin olvidarnos. Él nos permite caminar y está ahí aunque no se lo pidamos. Sabe hacia dónde vamos, nos permite probar, cruzar esa prueba, escalarla hasta a veces caer, caerse a tierra y enlodarse (Mt 10:29). Lo permite pero no lo quiere. Ese es su misterio que pagó cuando se dejó clavar en la cruz por nosotros.
Nuestra fragilidad nos precede cuando decidimos atravesar la puerta ancha que deslumbra a nuestros ojos pues se nos presenta seduciéndonos (Mt 7:13), enamorándonos como el mejor de los manjares que intentamos saborear, sin llenar, provocando el vacío de siempre, dejamos que nos vuelva a provocar, otra vez, con más intensidad, como el “fruto” que más degustamos (Gen 3:6,7), cegándonos de lo que vamos dejando de nosotros en tierra. Sí, arrastrándonos en el suelo, arrastrando nuestra dignidad envuelta en un aparente saber. Una falsa sabiduría que esclaviza (Gen 3:1). “Amar” la voluntad propia desenfrenadamente es la prueba que desafía, la prueba que estamos seguros podemos atravesar solos. ¡Qué engaño! “Amar” la voluntad nos aparta cautelosamente del que sabemos nos ama, lo dejamos fuera, como algo lejano y Él solo nos mira (Sal 138, 6) con su mirada amorosa, respetando nuestra libertad. En nuestros desenfrenos no existen los límites. Se desafía lo correcto, lo verdadero, envolviéndonos en la esfera de nuestro propio mundo, del mundo de las mentiras y las justificaciones. Al no tener límite se da la insatisfacción de las cosas del mundo del trabajo, de lo social, de la fiesta, de la diversión, dentro de ese mundo que a nuestros ojos es normal desearlo, añorarlo, idolatrarlo (1 Jn 2,15-16). Construye la barrera de la insensibilidad al amor de nuestro Creador que nos dio una vida en libertad. La arrogancia de diluirlo y desvanecerlo del corazón que se endurece con la soberbia pensando que todo gira alrededor de mí, de lo que pienso como si fuera yo el sabio que se engaña en que todo se puede, todo es permitido hasta el libertinaje de hacer la voluntad un delirio, hasta llegar a la escalada del orgullo, de la cima de la indiferencia por no saber escuchar (Abdias 1,3), cayendo en la trampa de encerrarnos en una actitud de imposición, de ira, de enojo. Cuando no educamos la voluntad no vemos las necesidades de los otros o pasamos sobre otros destruyendo sentimientos de los que nos aman. El enojo que agrede, a veces sin golpear; pero que violenta la dignidad de los que están alrededor, la ira que lleva a la violencia injustificada (Ef 4:30-31), y que a la vez se vuelca en tristeza escondida que se hace profunda, manifestada en el enojo hacia los demás.
En ocasiones nos envuelve el celo de no tener, de no poseer la vida de otro, el talento del prójimo o pensando que yo soy mejor (Ecle 4:4): La envidia del círculo, el entorno que rodea a otra u otras personas, inclusive hasta de nuestra cónyuge o de nuestra propia familia, la envidia que carcome el alma, que incita, que seduce a la posesión, que trastorna la capacidad del límite, de atesorar para sí (Ecle 14:8,9), de acumular no tan solo lo material sino el conocimiento que anula la sabiduría de la vida, dejando atrás el tesoro de compartirlo a pesar de la necesidad humana. El atesoramiento que tiende la trampa a la esclavitud de sus propios deseos (1 Tim 6:9) en la riqueza que lleva a la insatisfacción de consumir más de lo que necesita nuestro cuerpo: templo del Espíritu, consumir hasta “creer” que lo necesitamos o es necesario, cuando el comer y beber, es satisfacción sin vara (1 Cor 6:13), el apetito sin medida no tan solo del hambre, sino del acto sexual, ese que trastorna la mente, la distorsiona llevándola al adulterio, a la infidelidad. Una actividad sexual dominada por la fantasía, la que incita a los órganos del cuerpo de manera enfermiza, perdiendo inclusive la realidad, volviéndola un mero instinto animal, un instante fugaz, donde se pierde la dignidad humana que nos define como hombre y mujer, creaturas creadas por el amor de Dios para amar en la integridad (1 Cor 6:18). Pretender tener el dominio de la “manzana” que se apetece, de que todo está resuelto, del conformismo, del quedarse en el confort, en la espera de que alguien haga algo por ti, esperando sedentariamente a que cambie algo (Prov 6:8-11), sumergirse en la pereza que lacera el alma y la deprime, perdiendo el valor por vivir, la indiferencia de abandonarse a nada, destruyendo la iniciativa, la creatividad, la valoración del propio ser. Dormir como muerto en vida, como si todo ya hubiese sido concluido y no se necesitase más lucha…, el sepulcro, el cepo que nos aleja del que nos creó libres.
Perder la libertad en la prueba, en la prueba que me esclaviza en el deseo de mi propio mundo que construimos por dejarnos llevar por lo más frágil, por lo que llena sin llenar, sin saciedad, sin plenitud, deseando más… La ceguera de pasar el límite del valor humano, de “valorar lo más importante”, donde lo más importante soy yo, mi voluntad, alimentada del ego, de lo que debería ser según mi vara, mi medida. La prueba que nunca pasa, la prueba ante lo apetecible, la prueba de mí mismo, la prueba de probar sin detenerse hasta perderse. La prueba no tan solo ante la tempestad que te hace sentir que te devora, sino la prueba que entra por los ojos como un manjar suculento y envolvente, ese que imposibilita decir: ¡”Jesús despierta!, ¿qué no ves hacia dónde me precipito”? (Mt 8:25).
Señor ten misericordia de mi fragilidad, dame el don de la iluminación de mi mente, de la conciencia de lo que me separa de ti, de lo que me aleja del camino. Que no escape de tu mirada, de tu presencia, ayúdame cuando la prueba me seduce, me envuelve, déjame escucharte en mi alrededor. Cuando me introduzco por la puerta grande hazme consiente en mi corazón del rumbo errado; cuando lastimo, cuando pierdo la dignidad y me esclavizo en hacer mi voluntad a mi capricho, ayúdame a descubrir el abismo de la prueba falsa para no perderme, para no quedarme dormido (Zac 13:9). Señor si he de beber la copa de la prueba que sea para glorificarte no para esclavizarme ni morir a tu gracia. Dame la fortaleza para superar la prueba.