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Universo sin puntos cardinales: la Perseguida
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Por: Alejandra Atala

En perseguirme, Mundo, ¿qué interesas?, escribe en su celda los primeros versos de uno de sus famosos sonetos, la de Asbaje,  cuya existencia en el México virreinal estuvo asediada por la sociedad seglar y la eclesial. No será muy distinto casi tres siglos después,  el suplicio de la poeta también mexicana, Concha Urquiza, si tomamos ese Mundo con mayúscula como el ente social que tanto ha lastimado al ser humano en pos de un pretendido comportamiento que busca un hechizo “bien común”, siempre y cuando  comunes hubieran sido estas mujeres artistas tan perseguidas por ambos sustantivos y con el agregado de ese su pertinaz  afán de servirla y de decir verdad, acerca del gran misterio que las habitó y que las llevó a hacer juramento vasallático con su reina, la poesía.

Concha Urquiza nacida en Morelia, Michoacán, en el año de 1910 parecía estar siendo dotada del espíritu y la entraña de la revolución que convulsionaba entonces a México, si no con la belicosidad si con la beligerancia del que está siendo azuzado en su espiritual evolución, dejando en ella no sólo la marca, sino la herida primigenia abierta y por eso siempre lábil y siempre vulnerada. Concha Urquiza, entre la vida y la muerte, entre el barro y lo etéreo, habitó su propia Nepantla, perseguida por el Mundo y perseguida por su propia fe, encarnación misma de su poesía mística.

Delgada y de mechas volanderas, de ojos glaucos y toscos zapatones, trajes sastre, limpia y alejada de todo aquello que tuviera que ver con lo cosmético, ataviada con su inteligencia, dotada de la bella esgrima de las palabras bien plantadas, tolerante y amorosa con el desvalido, intolerante con la prepotencia y la estulticia, Concha Urquiza pasaba los días de su existencia, entre la gloria y la gravedad, habitante rotunda de su cuerpo y habitación obediente de su alma. Una cerveza a la hora de la comida y tequilas en jarrito de barro para café, a las horas de trabajo. Diario a la primera misa de la mañana, diario la eucaristía, la comunión con el cuerpo del Amado, de su Amado encarnado con quien hablaba largos minutos cada día en oración silente. Miembro del Partido Comunista, por un tiempo; compositora de canciones para la iglesia protestante: para ganarse 50 pesos por cada una y poder resolver la provisión de sus tres cajetillas diarias de cigarros. Hembra  total e intensa en todos sus actos y también con sus parejas, de tal forma, que sus relaciones no fueron de larga duración, eran más carrera de velocidad apasionada que carrera de resistencia, su talante no lo permitía, no lo permitía la angustia que le mordía las entrañas cada día y a la que se le llamaba “crisis nerviosas”, cuando con un pie en el cielo y el otro en la tierra, se debatía por cumplir con mandato mayor y con sus cabales como terrenas entregas, que fueron siendo agostadas por esa conciencia que iba segando sus deseos y sus industrias llevándola al seno mismo del estado de sitio, en el abrazo del Amado:

  “Él fue quien vino en soledad callada, / y moviendo sus huestes al acecho /

puso lazo a mis pies, fuego a mi techo /y cerco a mi ciudad amurallada. /

  Como lluvia en el monte desatada /sus saetas bajaron a mi pecho; /Él mató los

  amores en mi lecho/ y cubrió de tinieblas mi morada. / Trocó la blanda risa en  

  triste duelo,/  convirtió los deleites en despojos, / ensordeció mi voz, ligó mi     

  vuelo,/ hirió la tierra, la ciñó de abrojos, / y no dejó encendida bajo el cielo /

más que la obscura lumbre de sus ojos[1].”

 

Abastecida con el imperio de la razón que la llevó a los bordados de sus versos en métricas perfectas como el soneto, la endecha y la lira y abastecida por las alas místicas de su inspiración, más bien dueña de su alma y de su cuerpo y a éste lo respetaba mucho, incluidos sus apetitos; sin embargo, lo que le pesaba era Dios mismo en sus relaciones, es decir, esa autorregulación cristalina como la transparencia de sus ojos que desplegaba ante su ser anhelante, la revelación del amor divino que ya la había tocado en secreto y en celada.

Amante espiritual, Concha Urquiza en algún momento dijo, con un dejo de dulce tristeza: “Cómo siento que no tengo el valor que se necesita para vivir en el mundo amando a Cristo”.

No sabemos cómo, pero desde sus primeros versos –a las 12 años- Dios encarnaba en sus palabras y en su carne; mística por ser buscada y encontrada por el Creador, mística porque obedece sus designios y los cumple moradora de las esferas que vivió, en Morelia, la Ciudad de México, California y San Luis Potosí, para llegar a su postrero naufragio en Ensenada, en el año de 1945.

Enamorada de Dios, habitante taciturna de la nostalgia del Bien perdido que parecía no encontrar, pero dejándose hallar por Él, ciñendo el oxímoron de su existencia: desasida y desprendida, corpórea hasta sus últimos sedimentos y representada en los tres sonetos que escribió intitulados Nox, el mismo año de su muerte, que son el corolario perfecto a aquel mandato y su obediencia:

 

“Cómo perdí en estériles acasos, / aquella imagen cálida y madura/que me dio de sí misma la natura/implicada en Tu voz y Tus abrazos. / Ni siquiera el susurro de tus pasos,/ya nada dentro el corazón perdura;/te has tornado un “Tal vez” en mi negrura/y vaciado del ser entre mis brazos. /Universo sin puntos cardinales./Negro viento del Génesis suplanta/aquel rubio ondear de los trigales./ Y un vértigo de sombra se levanta/allí donde Tus ángeles raudales/ tal vez posaron la serena planta[2].”

 

 

[1] Job, 1937 de Sonetos Bíblicos. Antología. Ed. Jus. México, 1990

[2] Nox II, 1945. Sonetos Bíblicos. Antología. Ed. Jus. México, 1990

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