La sombra, el silencio de Sor Juana Inés de la Cruz
Por: Alejandra Atala
Buscar el espacio para la creación poética es buscar el silencio, y encontrarlo. Ese específico silencio sin el cual es imposible adentrarse en el misterio de lo que está por revelarse; es entrar en la meditación viandante, en la contemplación, en el ámbito de la caverna del sentido desde donde fluirá pergeñada desde su matriz –es decir, el silencio–, la voz que narra o la voz que canta.
Don Alfonso Reyes definía (1889 - 1959) a la poesía como “la búsqueda de lo inefable en la desolación del espíritu”. Búsqueda y encuentro: silencio. Si bien la poesía emerge desde el silencio y sin los silencios no se da, el silencio en sí mismo hizo su apología en el pensamiento de la monja jerónima que nació y vivió al cobijo del siglo XVII, en nuestro país. Sor Juana Inés de la Cruz (1651 - 1695) lo sabía y no sólo lo sabía: hizo del silencio la experiencia que la fue guiando hacia la claridad de eso inefable, que gravita en el alma y callado se eleva, como cosa natural que asciende en busca de luz hacia la concavidad de la esfera que es nuestro mundo, hacia el conocimiento de él y de su Creador.
Mística de la inteligencia, Sor Juana menciona el silencio, lo dice, sí, pero sobre todo, éste se abre un espacio en su escritura hasta llegar a un protagonismo en la urdimbre de las sombras, que se proyectan como esa tristeza, como esa aflicción que no son sino el hambre y la sed que la mueven en pos de la saciedad de saber –si esto es posible– y de conocer, y que va tomando forma y fuerza a través de la voz menguada, como la pausa prudente de quien se mueve en la Inteligencia. Siendo ésta la chispa con la que fue rayada la razón de la Décima Musa, surge poderosa en la columna del aliento de las palabras, desde la oscuridad de sus instruidas intuiciones:
Piramidal, funesta, de la tierra
nacida sombra, al Cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,
escalar pretendiendo las Estrellas;[1]
Entrar en el pensamiento de Juana Inés, es entrar pues en la noche desde la que emerge este “papelillo”, llamado así por ella misma: “Demás que yo nunca he escrito cosa alguna por mi voluntad, sino por ruegos y preceptos ajenos; de tal manera que no me acuerdo haber escrito por mi gusto sino es un papelillo que llaman El Sueño”[2], y que es Primero Sueño, poema en clave de silva que consta de 975 versos y que escribió, digamos, para el solaz y regocijo de su alma. Entrar en el discurrir de su reflexión es adentrarse en el locutorio, para luego internarse en la celda de ese convento que buscó y encontró para abrir espacio de libertad en el lugar de su retiro, ausentándose del “mundanal ruido” y haciendo posible una realidad cifrada en los versos, líneas horizontales que van abriendo camino rielante en su revelación:
si bien sus luces bellas
–exentas siempre, siempre rutilantes–,
la tenebrosa guerra
que con negros vapores le intimidaba
la pavorosa sombra fugitiva[3].
“Detente sombra de mi bien esquivo”, demanda Sor Juana en uno de sus sonetos, en los que, dice el rumor seglar, le habla a un supuesto amor, a un hombre de carne y hueso, pero que en la realidad de su humana sustancia, se refiere y se tiende a este amante que la domina y la somete, que juega con ella y al final, le ofrece ramilletes cargados de centellas: el lenguaje.
Teresa de Jesús (1515 - 1582), en su Castillo interior aconseja que antes de hacer uso de cualquier palabra, es menester moverla a guerra. La arena en la que tal batalla tiene lugar en el poema Primero Sueño, es el silencio en este caso, la sombra, que es el ocurrir onírico en la noche del alma de Sor Juana, en donde la oscuridad se va erigiendo en la tinta de las letras que la van moldeando, en ese obelisco que pretende alcanzar las estrellas, es decir, el Entendimiento. Y cuando éste llega, llega la alegría, la paz, el sosiego del que ha sido besado por el Amado, para seguir su curso el ritornello, al mando del silencio:
Y en la quietud contenta
de imperio silencioso,
sumisas sólo voces consentía
de las nocturnas aves
tan oscuras tan graves,
que aún el silencio no se interrumpía.
Y basta traer a este “imperio silencioso” a San Juan –también de la Cruz–, para confirmar que es a partir de esa nebulosa desde donde sólo puede brotar lo más escondido y cuyo vehículo, para adentrarse en el misterio del amor de Dios, es la noche. Las sensaciones de este fraile carmelitano sólo pueden aparecer en la sensible y recatada sombra que la nocturnidad provee, en esa penumbra que cobija lo más amado y, por eso, sagrado. Esas voces que nos refiere Sor Juana, sumisas, de apacibles trinos, no son sino el murmullo del silencio que vierte su intelecto en pos de la luz que es el beso del Entendimiento. Y esas voces y esa nocturnidad las va cifrando con su bien nutrida inteligencia en la mención y alegoría de personajes y dioses de la mitología griega, en lengua latina, como las aves, las alas de la diosa Minerva, la elocuencia de la Sabiduría que despliega humildad y discreción, cerniéndose umbría en el paisaje sorjuaniano; y todo el tiempo, desde el arranque del poema, Harpócrates, dios del silencio prudente, de quien Sor Juana echa mano y solicita su presencia para hacer posible que la esfera del Pensamiento esté provista del umbroso vacío que han de llenar las figuras geométricas que remontan el cielo.
Laberinto y máscara, para el Mundo que parecía perseguir a esta extraordinaria poeta, se vencen y caen en el imperativo de silencios concomitantes desde la más legítima libertad, vestida con un hábito que es la sombra de un sueño, del sueño del alma que simplemente buscaba la luz, y la encontró.
[1] Sor Juana Inés de la Cruz. Primero Sueño.
[2] Sor Juana Inés de la Cruz. Respuesta a Sor Filotea de la Cruz.
[3] Sor Juana Inés de la Cruz. Primero Sueño.